Mac, el americano

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A continuación publicamos uno de los relatos más destacados del periodista y revolucionario estadounidense John Reed.

 

 

Conocí a Mac en México, en la ciudad de Chihuahua, en vísperas de Año Nuevo. Era un soplo de la patria, un norteamericano en bruto. Recuerdo que cuando salíamos del hotel para tomar un trago en «Chee Lee’s«, las cascadas campanas de la antigua catedral repicaban furiosamente llamando a misa de medianoche. Sobre nuestras cabezas rutilaban las solitarias estrellas. Por encima de toda la ciudad, desde los cuarteles en los que estaban alojadas las fuerzas de Villa, desde las avanzadas distantes en las desnudas colinas, de los centinelas que vigilaban las calles, llegaba el estrépito de exultantes detonaciones. Un oficial borracho pasó por nuestro lado y, confundiendo la fiesta, gritó: «¡Ha nacido Jesucristo!«. En la esquina inmediata, un grupo de soldados, envueltos hasta los ojos en sus sarapes, estaban sentado alrededor de una hoguera cantando el interminable corrido llamado «Las mañanitas de Francisco Villa«. Cada uno de los que cantaban tenía que agregar un nuevo verso acerca de las hazañas del gran caudillo…

Ante las grandes puertas de iglesia, después de atravesar el parque en tinieblas, se reunían las silenciosas y siniestras figuras de mujeres vestidas de negro que iban a lavar sus pecados. Y de la catedral se derramaba una claridad rojiza y brotaban extrañas voces indias que entonaban un cántico que yo había oído únicamente en España.

«Vamos a entrar a ver la misa -dije yo-. Debe ser interesante«.

«¡Demonios, no! -dijo Mac, con voz ligeramente forzada-. No me gusta inmiscuirme en la religión de nadie«.

«¿Eres católico?»

«No -repuso-. Me parece que no soy nada. Hace muchos años que no he entrado en una iglesia«.

«¡Felicidades! -exclamé yo-. Entonces tampoco serás supersticioso«.

Mac me miró con cierto desagrado.

«Yo no soy un hombre religioso -dijo escupiendo-. Pero no me gusta andar metiéndome con Dios. Es muy peligroso«.

«¿Por qué?»

«¡Hombre, porque cuando uno se muere…! Ya tú sabes…»

Mac estaba ahora enojado y descontento.

En «Chee Lee’s» encontramos otros dos norteamericanos. Eran de esos que empiezan todos sus comentarios diciendo: «Yo llevo en este país siete años y conozco a la gente a fondo«.

«Las mujeres mexicanas -dijo uno de ellos-, son las más asquerosas de la tierra. No se lavan más de dos veces al año. Y la virtud es cosa que no conocen. Ni siquieran se casan. No hacen más que marcharse con el primero que les gusta. Las mujeres mexicanas son todas unas putas, esa es la verdad«.

«Yo he tenido relaciones con una muchachita india en Torreón -dijo el otro-. Es un escándalo. ¡Ni siquiera se ha preocupado de si pensaba o no casarme con ella! Yo…»

«¡Estas mujeres son así! -interrumpe el otro-, ¡Unas perdidas! Eso es lo que son. Yo llevo en el país siete años«.

«Y entérate -dijo el otro dirigiéndose a mi y agitando severamente un dedo-, le puedes decir todo esto a un mexicano y no hará más que reirse de usted. Así son estos puercos«.

«No tienen amor propio» -dijo Mac sombríamente.

«Imagínate -dijo el compatriota-, imagínate lo que pasaría si le dices eso a un norteamericano«.

Mac descargó un puñetazo en la mesa.

«¡Bendita sea la mujer norteamericana! -exclamó-. Si algún hombre se atreviera a mancillar el hermoso nombre de la mujer norteamericana delante de mí, estoy seguro de que lo mataría«.

Mac lanzó una mirada furibunda en torno a la mesa y, como ninguno de nosotros empañó la reputación de las mujeres de la gran república, agregó:

«La mujer norteamericana es la mujer ideal, y nosotros tenemos que procurar que siga siéndolo. ¡Me gustaría oír a alguien decir algo malo de una mujer norteamericana en mi presencia!«.

Los cuatro nos bebimos nuestros tragos con una solemnidad puritana.

«Oiga, Mac -dijo el segundo compatriota bruscamente-, ¿te acuerdas de aquellas dos muchachitas que tuvimos en Kansas City aquel invierno?»

«¿Que si me acuerdo? -dijo Mac. ¿Y recuerdas el terrible apuro en que te creíste metido?»

«¡Cómo se me va a olvidar!»

«¡Bueno! -dijo el primer individuo-. Ustedes podrán divertirse todo lo que quieran con sus lindas señoritas; pero a mí denme una limpia muchacha norteamericana…»

Mac tenía dos metros de estatura. Era un verdadero bruto con la magnífica insolencia de la juventud. Sólo tenía veinticinco años, pero había estado en muchos sitios y había sido muchas cosas: capataz en los ferrocarriles, mayoral de una plantación en Georgia, jefe mecánico en una mina mexicana, vaquero y asistente de alguacil en Texas. Era natural de Vermont. Hacia el cuarto trago descorrió el velo de su pasado.

«Cuando yo vine a trabajar Burlington en el aserradero, no era más que un niño de unos dieciséis años. Mi hermano llevaba ya un año trabajando allí y me llevó a la misma casa en que se hospedaba él. Tenía cuatro años más que yo y era también muy alto, pero un poco blando… Siempre andaba pregonando que estaba pelearse y todas esas tonterías. Nunca me quiso pegar, ni siquiera cuando se ponía bravo conmigo, porque decía que yo era más pequeño y lo tenía que respetar. Pues bien, en la casa en la que vivíamos había una muchacha con la que mi hermano llebava entendiéndose mucho tiempo. Pero yo soy un verdadero sinvergüenza -dijo Mac riéndose-. Siempre lo he sido. Y nada me impidió quitarle la muchacha a mi hermano. En seguida lo conseguí. ¿Y saben ustedes, señores, lo que hizo la endemoniada muchacha? Pues un día en que mi hermano la estaba besando, exclamó de pronto: «¡Oh!, ¡Besas igual que Mac!…». Mi hermano me fue a buscar. Por supuesto, se había olvidado todas sus ideas sobre las pendencias y que no debía uno reñir (en realidad, no cuentan para un hombre verdadero). Estaba tan pálido que me costó trabajo reconocerlo y echaba fuego por lo ojos como un volcán. Me dijo: «¡Miserable! ¿Qué has hecho con mi novia?». Era un grandullón y yo me asusté un poco; pero luego me acordé de lo blando que era y le hice frente. «Si no la puedes conservar -le dije- déjala que se vaya». Fue una lucha tremenda. Él estaba dispuesto a matarme. Yo quise matarlo a él también. Una nube roja me cegó y creí volverme loco. ¿Ven ustedes esta oreja? -Y Mac señaló el muñón del órgano aludido-. Pues me lo hizo él. Sin embargo, yo lo alcancé en un ojo y se lo estropeé para siempre. Pronto dejamos de hacer uso de los puños y empezamos a arañazos, a mordiscos, a patadas y a querer estrangularnos. Decían que mi hermano bramaba como un toro a cada momento, pero yo tenía la boca abierta y no dejaba de chillar… Pronto le di una patada en… en un sitio que dolía, y se desplomó como un muerto…»

Mac terminó su trago. Alguien pidió otro y Mac prosiguió:

«Poco después de esto yo me vine al sur y mi hermano ingresó en la policía montada del noroeste. ¿Se acuerdan ustedes del indio aquel que mató a uno en Victoria en 1906? Pues bien, mi hermano fue enviado en su busca y recibió un tiro en el pulmón. Yo estaba visitando a la familia (la única vez que visité a los míos) cuando llevaron a mi hermano agonizante… Mejoró. Recuerdo que, justo el día que me fuí, acababa de levantarse de la cama. Me acompañó a la estación, suplicando que le escribiese aunque sólo fuese una palabra. Me extendió la mano para que la estrechase, pero me dí la vuelta y le dije: «¡Hijo de perra!». Algún tiempo después volvió a su tarea, sin embargo murió en el camino..

«¡Demonios! -dijo el primer hombre-. ¡Policía montada del noroeste! ¡Buen empleo ese! ¡Un buen fusil, un buen caballo y ningún encuentro con los indios! ¡Eso es lo que llamo deporte!»

«A propósito de los deportes -dijo Mac-, el mejor deporte del mundo es la caza de negros. Cuando fuí a Burlington, como les dije, viajé al sur. ¡Dios mío! ¡Las peleas que armaba!… El caso es que llegué a una plantación de algodón de Georgia, cerca de Dixville y, como necesitaban un capataz, empecé a trabajar allí…Recuerdo aquella noche porque estaba sentado en mi cabaña escribiéndole a mi hermana. Ella y yo estábamos siempre enojados, pero no podiamos demostrarlo ante nuestra familia. El año pasado tuvo un romance con un viajante y lo conocí… Pero como iba diciendo, estaba sentado en la cabaña escribiendo a la luz de una lámpara. Era una noche oscura y la choza estaba llena de moscas. Me repugnaba verlas de un lado a otro. De pronto, me puse a escuchar. Eran perros, perros de caza que ladraban en la oscuridad. No sé si han escuchado el latido de un perro cuando persigue a un hombre… Todos los latidos nocturnos tienen algo de triste y de lúgubre, pero aquellos eran peores. Nos hacían sentir como si estuviésemos en la oscuridad, esperando a que alguien nos viniese a estrangular y sin poder movernos… Aproximadamente un minuto fue lo único que oí ladrar de los perros, y luego una persona, o una cosa, saltó la valla de mi choza y unos pesados pies pasaron corriendo por delante de mi ventana entre profundos resuellos. ¿Saben ustedes cómo resopla un caballo testarudo cuando lo están estrángulando con una soga? Pues así. Yo salí a la puerta de un salto, con el tiempo justo para ver a los perros saltar mi valla. Luego, alguien a quien yo no veía, gritó con una voz tan ronca que apenas se le entendía: «¿Por dónde ha ido?». «¡Pasó por la casa y salió por detrás!», contesté yo echando a correr. Éramos unos doce. Yo no sabía lo que había hecho el negro, y suongo que la mayoría de los otros no lo sabía tampoco. Nos tenía sin cuidado. Corrimos como locos a través de los campos y de los bosques encharcados por las inundaciones, atravesamos el río a nado y saltamos vallas de una manera que por lo común hubiera rendido a un hombre a los cien metros; pero nosotros no lo notábamos. Yo no hacía más que echar saliva por la boca, y esto era lo único que me preocupaba. Había luna llena y de cuando en cuando, al llegar a un sitio descubierto, alguno gritaba: «¡Por allí va!». Nosotros creíamos que los perros se habrían equivocado y perseguían una sombra. Los animales corrían siempre delante ladrando como demonios. Digan, ¿han oído ustedes alguna vez a un perro de caza cuando va persiguiendo a un hombre? ¡Parece un clarín! Yo me golpeé en las rodillas contra veinte vallas y tropecé con la cabeza de todos los árboles de Georgia; pero no lo noté…»

Mac chasqueó los labios y bebió.

«No hay que decir -dijo- que cuando lo alcanzamos los perros ya lo habían hecho pedazos«.

Y meneó la cabeza saboreando el recuerdo.

«¿Le terminaste la carta a tu hermana?» -pregunté yo.

«Por supuesto» -dijo Mac enseguida.

«No me gustaría vivir en México -dijo Mac-. Esta gente no tiene corazón. Me gustan las personas civilizadas como los norteamericanos«.

 

 

Extraído de «Hija de la revolución», Ed. Txalaparta, Septiembre de 2007.

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